Cultura

Entrega de premios concurso “Día del Libro”

El martes 15 de junio se celebra en todo el país el “Día del Libro” ya que un día como este pero de 1908 se entregaron los premios de un concurso literario organizado por el Consejo Nacional de Mujeres. En 1924, el Decreto Nº 1.038 del Gobierno Nacional declaró como oficial la “Fiesta del Libro”.

Para homenajear la festividad, la Dirección de Cultura organizó un concurso de creación literaria en el género de poesía y cuento.

El jurado, integrado por la docente Vanina Pizarro, la ex docente y escritora, Noemí Subías de Arena y en representación del municipio, la periodista Fiorela Gazzera, decidieron premiar las obras:

En categoría cuento: “Memorias de plaza grande” con el seudónimo “Girasolillo” de María Arangurena.

En categoría poesía: “Mi pueblo que ya despierta” con el seudónimo “Rosa Gregor” de María Luján Suárez.

Recibieron menciones especiales: Franco Bertone y María Fernanda Rodríguez.

Mi pueblo que ya despierta

Bajo un tenue firmamento,
se alborotan pequeñas aves
en vuelo,
de frente al alba, en silencio,
despierta altivo y latente
Mi pueblo.
En las calles aún vacías
rumbeando hacia el sur,
te acoge sutil el viento
cuál aroma embriagador
de pinos y eucaliptos,
de tímido caldén,
despierta sobre el rocío
con aires de artista y de coplas,
armonizando las almas;
Mi pueblo.
Y en el horizonte temprano
he de decir de madrugada,
allí donde se funde el límite;
despierta esta tierra fértil,
de arados y tradición,
de fiestas populares,
de galopes y facón,
de banderas y de fútbol
de historias y pasión;
despierta mi pueblo
escudado de coraje, de simpleza y corazón
Despierta Intendente Alvear
…soneto de pampa mía,
…flor entre la sequía,
…luz entre la neblina.

María Luján Suárez


Memorias de la plaza grande

“Uno siempre vuelve a los viejos lugares donde amó la vida”.
Mercedes Sosa lo entonó en su Canción de las simples cosas.
El frescor de los eucaliptos impregnó la niñez de Antonio. Se elevaban lozanos y hasta el desvelo, yertos y fragantes.
Siendo chiquilín trotamundos se deleitó en el zumo de las moras, esparciendo su tinte en la camisa pulcra de blancura sin par. A la vuelta, el regaño materno era frotado “a mano” con agua y jabón en el lavabo del fondo.
Se colaba por los molinetes casi siempre a la hora de la siesta cuando el sol abrasaba al incipiente Alvear. El grafito y los deberes podían esperar al cruzar el tejido. Resonaba la advertencia del pronto regreso que se esfumaría cada tarde cuando el arrobamiento de la plantación “hacía de las suyas”.
Aquella tarde de noviembre, el chirriar del molino devolvió melodía por primera vez, desde que Antonio comenzó a frecuentar la plaza.
Un azul celeste de popelín acometió, con ímpetu y fuerza, propagando trinos por doquier.
Antonio contemplaría por primera y única vez a Rosario. Ahí estaba retozando grácil, mientras el agente de vigilancia arreaba a una yunta de vacas que siempre irrumpían ocasionando daños en el plantío.
El embeleso fue puro e instantáneo…
La delicia de su presencia se entreveró sutilmente con los mugidos encaminándose hasta el corralón policial.
Ahí, “en un abrir y cerrar de ojos”, se descubrieron compartiendo sonrisas y jugando en el sosiego pueblerino.
Una voz familiar, le recordó lo prometido al salir del hogar. Las cuentas indicadas por su maestra de quinto grado, aguardaban pronta resolución y el estricto horario de la merienda se respetaría siempre “a rajatabla”. Luego de asentir frente a la convocatoria, ya sus ojos no se hallaron nuevamente.
Al día siguiente, mientras la señorita corregía puntillosamente las operaciones matemáticas, lo acechó la remembranza de Rosario. Por un momento, le pareció contemplarla en el recreo cuando el badajo de la campana suscitó la prisa del recreo.
Los años se deslizaron tardos lejos del terruño. Los niños de aquel tiempo transcurrieron vidas, guardando la añoranza vespertina que se transformó en un designio indeleble.
Rosario atesoraba una flor de asperilla en el relicario que su abuela le obsequió para su natalicio. Ésa flor pequeña, blanquecina y perfumada, revivía la coincidencia con Antonio.
Un afiche, en fondo blanco con atractivas letras carmesí, anunciaba el aniversario de Intendente Alvear. Se invitaba a los nativos y a los moradores a concurrir para aunarse en la ocasión festiva.
El popelín de antaño cedió ante el brillo del raso que llegó en el atavío de la niña pretérita. Y el clavel blanco en el ojal del muchacho que escapaba de la siesta, implicó que la pureza de su remoto acercamiento seguía intacta.
Se miraron rememorando las ínfimas sonrisas que forjaron tantas reminiscencias.
Una voz familiar, lo llamó como aquella vez…
Idénticamente, era su madre que le advertía el horario de vuelta  al campo para cumplir con el tambo de madrugada.
Detuvo la solicitud apremiante y tomó la mano de Rosario luego de tres décadas. Besó su mejilla de albura perfecta hasta sonrosarla. El instante mutó a eviterno cuando los últimos acordes de la orquesta anunciaban la culminación del agasajo.
Ahí, “en un abrir y cerrar de ojos”, Rosario se esfumó en el gentío que se retiraba.
Antonio, en el comienzo de su partida, evocó profusamente el aroma luminoso de las fresias en el cabello lacio de la niña devenida en mujer.
“Uno siempre vuelve a los viejos lugares donde amó la vida”.
La plaza grande como la nombraba Antonio de niño.

María del Carmen Arangurena